martes, 30 de diciembre de 2008


¡ FELIZ 2009 !

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UN GRUPO DE AMIGOS



me invitaron a participar, como jurado, en un concurso de Poemas Navideños; asunto arduo y preocupante para mí, pero os aseguro que lo hice lo mejor que pude. Juzgar el trabajo ajeno es ¡tarea terrible! Creo que todo el que voluntariosamente, con ilusión, se enfrenta a un folio inmaculado, lápiz en ristre, con sed de plasmar esa idea que bulle en su mente merece, por ese solo hecho, un premio.

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martes, 16 de diciembre de 2008

¡FELICES FIESTAS!

Bon Nadal - Feliz Navidad - Joyeux Nöel - Merry Christmas

Os deseo, cordialmente, a todos.

A las personas que más apreciéis, hacedles un buen regalo: muchos....




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viernes, 12 de diciembre de 2008

Reconocimiento en Gràcia





ELS LLUÏSOS de Gràcia, tuvo la gentileza de incluirme, como autora nacida en la antigua Vila, en una exposición y homenaje que organizó en su sede, en la Plaça del Nord, para dar a conocer a los escritores de nuestro entrañable barrio. Lluc Berga, director de Aula de Escritores y alma de Editorial Hijos del Hule, fue asimismo invitado a la cena que se nos ofreció, como reconocimiento a su actividad en pro de la literatura. Dejo la reproducción del poster que me regalaron, para que lo veáis. Hubo uno para cada escritor, claro.

Nos obsequiaron con la figura que os dejo aquí. Es una monada ¿verdad?

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Sant Jordi 2007







Un par de imágenes
-atrasadas- que habían quedado en el archivo del ordenador. Lo siento.
CAN MAYOL está en Sant Antoni de Vilamajor (Vallés Oriental) y es un establecimiento de referencia en cuanto a libros, prensa, revistas, papelería y objetos escritorio.
Ahí dejo el cartel y una foto donde estamos Tresa Sánchez Mayol y yo. Isabel, la hermana de Tresa, es quien hizo la foto, durante un breve descansillo a mediodía. Fue muy agradable.

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martes, 2 de diciembre de 2008


Y cumplo
peticiones.

Os dejo el primer capítulo de mi segunda novela:
"El Diablo en Santorini"
(El título lo pone el autor, pero al final, es el editor quien decide).
Os mantendré informados al respecto.


- I -

Un primero de agosto.

Inés abrió sus ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban por las rendijas y el bajo de la persiana que caía vertical, anudada a pocos centímetros del alféizar. Antonio dormía plácidamente.
Antes de acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes, consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana, permitiendo que la humedad pegajosa de aquella noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la capacidad de análisis perdida y para ello tenía que anclarse con firmeza en el mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera cálida y densa que envolvía Girona rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire frío y aséptico proporcionado por el climatizador.
La fatal noticia recibida la tarde anterior, la había precipitado a un mundo abismal donde imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de frío, angustia y vómitos, había quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es un maldito rompecabezas», pensó. Y aquel episodio, para ella, andaba falto de piezas, de pedazos no concretizados y ocultos en las sombras, desde las que desprendían el halo siniestro que había tomado forma en aquellas imágenes fantasmagóricas de la noche.
Se volvió hacia Antonio; él seguía durmiendo. Quiso hacer partícipe a su marido de aquel terrible pensamiento, pero de repente una fuerza interna la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera, nunca habían estado de acuerdo.
El hueco de la ventana de la habitación se abría sobre el Onyar. Tendida, con la espalda pegada a la sábana que cubría el colchón, llegaba hasta ella el rumor del río que discurría manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
La opresión interna que la atenazaba la obligó a un suspiro profundo. Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad tras aquella noche en la que vigilias y cortos períodos de sueño interrumpido por despertares súbitos y llanto, se habían ido alternando hasta dejarla exhausta. Ahora su sensación de cansancio era infinita.
Sólo en la voluntad halló fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba permanecer desnuda a plena luz. Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana y apartó un poco la persiana. Era temprano todavía para que los primeros rayos de sol entraran oblicuos hasta tropezar con la pared en la que se apoyaba el cabezal de la cama. Deshizo el nudo y soltó la cuerda. Giró sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en penumbra presidido por el ropero.
Detuvo la mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la ventana, se mecía al rítmico compás de su respiración profunda. Ella le observó con curiosidad distante. Resiguió con la mirada cada una de las partes del cuerpo del hombre. La cabeza, cuya cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria, imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás. Quedaban lejos los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio, aquella compostura y aquel control estético que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la trágica noticia, escapaba a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
Habían ido a pasar el sábado a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos maternos, aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña la edad adolescente.
Aquella tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Girona.
El cruce de opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón, cuando se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés? —inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto sentido la puso en ligera alerta. La parquedad de su respuesta, el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre? —dijo ella.
—Marcel me ha llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés —respondió Carlos.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
—Un accidente —respondió su interlocutor.
Las piernas de Inés acusaron un ligero temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer momento la respiración de Inés se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha pasado?
—Una caída espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos. —No sé cómo ha ocurrido; ha sido muy grave —dijo a continuación.
La mente de Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a exteriorizarla. Carlos rompió aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás ahí? —preguntó él.
—Sí… —dijo ella en un murmullo.
—Ha muerto —dijo él, con gravedad.
Como agudos martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés: Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella? —preguntó a su interlocutor.
—Sí —contestó el hombre.
De nuevo se hizo el silencio entre los dos. Los pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios! —exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me he quedado de una pieza —respondió Carlos.
Inés sostenía con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo luego —dijo, con un hilo de voz.
Y ella cortó la comunicación.
Inés tenía la boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua del grifo. Lo apuró con ansia dejando que el agua recalentada por el impacto del sol sobre la tubería resbalara hasta su estómago, sin importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban su camiseta. Dejó el vaso sobre la encimera. Sintió náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su rostro reflejada en el espejo. Abrió el grifo del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella. Salió del baño y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de atrás.
Antonio estaba tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de abdominales.
Inés, en su fuero interno, hacía años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus de la fertilidad.
—¡Deja eso, por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido, Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una complicación, pasarles eso fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no contestó. Se preguntaba cual era la razón por la que su mujer y él hacía semanas que no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella ignoraba que hacía tiempo que su marido estaba cansado de que ambos compartieran tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos, el gran amigo de ellos.
Para Antonio, Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la vida disipada para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se decía a veces. No comprendía la razón de que los discursos seudo-filosóficos de Carlos salpicados de un humor para él incomprensible provocaran en Inés y en las otras dos mujeres tanta fascinación.
Antonio, hombre de acción y de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos. Se le antojaba que aquel hombre exhibía sus falsos encantos como el mismo diablo.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida, enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que sentían.
El recuerdo de la difunta desplazó a Antonio de su mente. Se dijo a sí misma que la desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más infortunios, en la que había apostado a fondo por construir a su alrededor una vida plena y había puesto en ello tanto tesón, tanta voluntad, tanto empeño, tanto esfuerzo y sobre todo tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No», pensó por sus adentros. Ella no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él, Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar el asunto en la embajada española —respondió Carlos.
Acordaron encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el aterrizaje.
Antonio salió del baño. Ella le propuso regresar a Girona de inmediato. Los padres de Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella explicó a su madre, en forma breve, lo acontecido. Su madre la retuvo unos instantes y le preparó un cesto con verduras recogidas del huerto aquella misma mañana. Inés y Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las hortalizas encima de la barra de los desayunos. Antonio, entrando tras ella, le preguntó qué había para cenar. Por toda respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés extendió su brazo y le señaló el frigorífico. Estaba agotada.

2

Durante el tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía durmiendo.
El frescor del mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a ras de suelo hasta localizar sus zapatillas.
Pasó por el baño y tras una ducha rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro. «Tenemos que marcharnos pronto. Date prisa», le dijo ella.
Una hora más tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad. Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio entre ellos durante casi todo el viaje.
Al llegar a El Prat, dejaron el coche en el aparcamiento y se dirigieron al punto de encuentro donde habían quedado con Carlos. Éste ya estaba allí, esperando. Inés le vio al momento.
Carlos no pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello, grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el lóbulo de su oreja izquierda. Vestía sus cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada de complementos y arreglo personal a la última moda. Nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado, pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de trabajo estable; tenía mucho tiempo libre y a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En cualquier caso, todos los signos externos indicaban que disfrutaba de un notable desahogo económico.
—Creí que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a continuación la mano a Antonio.
—Había bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No he tomado nada desde ayer —comentó Carlos, dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos metros.
—¡Vamos! —dijo Inés.
Carlos y Antonio la siguieron.
El avión estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló. Cinco minutos después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella. Aguardaron, de pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé como estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos —contestó Inés.
Unos minutos más tarde, la puerta frente a la que se hallaban los tres, se abrió. El sol intenso del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel. Permaneció allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos estaban.
El recién llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca, el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su aparente sencillez.
Tras unos segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia aquellas tres personas que le miraban expectantes. «Como un gran felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo Antonio al tiempo que daba dos pasos hacia aquél.
—Gracias… —contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos, mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé que decir, Marcel, estoy… estoy trastornada —dijo Inés, cuando de puntillas intentó alcanzar el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso de ella.
En la mente de Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo de su voluntad.
A continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante. Los tres pares de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella pregunta aún no formulada.
—Ha regresado en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado sereno», se dijo Inés, mientras sentía que la inquietud que la había devorado la noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía observar ahora al viajero desde la distancia, pero ella no y ahora tenía la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido gratuitas. Percibía algo tenebroso en aquel lúgubre asunto, de la misma manera que advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo estás? —preguntó Inés.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, diría que razonablemente bien —contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de su mano izquierda.
Unos segundos más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito, también cuando flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.

3

Escasos eran los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del inesperado evento. Era un dos de agosto y el tradicional éxodo estival ya había tenido lugar. Apenas una docena de personas asistieron al entierro.


© Rosa María Torrent Puig

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lunes, 25 de febrero de 2008

ENTREVISTA


Entrevista publicada en l'independent de Gràcia el 18 de enero de 2008.
Respuesta a la pregunta "Què llegia la Rosa Maria petita...": la memoria (la falta de) me jugó una mala pasada; hago referencia a literatura inglesa de las cruzadas y resulta que el autor cuyos libros devoré en aquel período era... escocés. Se trata de Walter Scott (¡debe durarle todavía el enfado por mi imperdonable error!).
Al releer ahora mi respuesta, reparo en el detalle de que un autor francés (Charles Perrault) y un autor italiano (Carlo Collodi) marcaron mis primeros recuerdos literarios y que tras el paréntesis escocés, me dejé seducir de nuevo por un galo (Julio Verne) y por otro italiano (Emilio Salgari).
Ampliaré un poco -soy curiosa y pienso que habrá quien lo sea tanto o más que yo-. Posteriormente giré los ojos hacia los autores ingleses y norteamericanos antes de dar el salto a Rusia no sin pasearme antes por la obra de escritores de centroeuropa.
Sí, Fedor Dostoievsky me subyugó. Me apasioné por la fuerza que imprime a sus personajes, por su forma de mostrar lo mejor y lo peor del alma humana. ¡Qué lejos estoy de tí -aún-, maestro!
Un detalle: la mayoría de ellos fueron juristas. Lo he comentado con un compañero... "¡Estaba cantado, querida!", ha dicho, socarrón. No comment.








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sábado, 23 de febrero de 2008

NAVIDAD 2007


El 21 de diciembre tuvimos la fiesta de Navidad con la que el Aula de Escritores nos obsequia cada año. Siguiendo la tradición y para "hacer boca", se inició la lectura de relatos y poesías y, todo hay que decirlo, mientras prestábamos atento oído a la belleza de la palabra escrita que, pegados al micrófono, nos transmitían los esforzados autores, quien más quien menos no perdía de vista el colorido de las atractivas bandejas que el anfitrión nos tenía preparadas. Sin mentar la botellería que, como todos sabíamos, nos aguardaba estibada en la nevera.
Llegó mi turno. Contemplé el auditorio que copaba la sala y el primer tramo de la escalera y decidí ser breve.
Concluí con la lectura que aquí os dejo transcrita, tal como me sugirieron después algunos compañeros.
¡Que la disfrutéis!


Carta de Petronio a Nerón
Trascripción a partir de la película
“QUO VADIS?”
basada en la obra del mismo título, escrita por
Henryk Sienkiewicz

“A Nerón, Emperador de Roma:

Sé que mi muerte será para ti una desilusión, ya que desearías hacerme ese favor tú mismo. Nacer bajo tu reinado es una equivocación, pero morir en él es una alegría.
Puedo perdonarte por haber asesinado a tu esposa y a tu madre, por incendiar nuestra amada Roma, por ensuciar nuestro diáfano país con la hediondez de tus crímenes... pero hay una cosa que no puedo perdonarte: el fastidio de tener que escuchar tus versos, tus ramplones cantos, tus mediocres interpretaciones.
Redúcete a tus dones especiales, Nerón: crimen e incendio, traición y terror.
Mutila tus súbditos si éste es tu gusto, pero con mi último aliento te ruego que no mutiles las artes.
Me despido de ti, pero no compongas más música.
Martiriza tu pueblo, pero nunca lo aburras como has aburrido, mortalmente, a tu amigo, el difunto

Cayo Petronio”
PLEGARIA:
Que las musas nos asistan para que jamás seamos acreedores de una misiva como ésta... por lo que se refiere al arte de la escritura. AMEN.
A todos: ¡¡mis mejores deseos para el año 2008!!



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