martes, 6 de noviembre de 2007

PRIMER CAPITULO DE MAL NEGOCIO

- I -


La “Oktoberfest” de Calella estaba a punto de comenzar y los preparativos se ultimaban dentro de la enorme carpa.
Las banderas que presidían puestos y casetas identificando las distintas regiones cerveceras, al igual que los vestidos tradicionales de las damas que iban y venían con un revuelo de faldas, contrastaban con el gris plata que el cielo otoñal prestaba al mar aquella tarde.
El fragor de las olas rompiendo a lo largo de la solitaria playa, semejante al profundo lamento de un coloso, llegaba nítido a la carpa desde donde el entrechocar de barriles y el crujir de las maderas al ser fijadas a martillazos, parecían querer acallarlo.

Aquella tenía que ser una gran noche para la comunidad de alemanes allí residente que, gozosa en su jubilación, se disponía a mitigar la añoranza consumiendo cerveza, patatas y salchichas como mandaba la tradición germana.
A mí no se me había perdido nada en Calella, pero como podía acarrearme perjuicio zafarme de las órdenes sutilmente sugeridas por mi tía Mercedes, acepté en su nombre la invitación que le había hecho Ernst Lang, viejo cliente del despacho. Aún siendo yo su único sobrino, en modo alguno me interesaba granjearme su descontento.
Los cincuenta y cinco kilómetros que separan Barcelona de Calella habían sido un puro paseo. Relajado, tras una conducción tranquila, había llegado a la hora prevista, ya que en el mes de octubre y por la tarde no son tantos ni tan descomunales los atascos de tráfico que se forman en la carretera de la costa.
La formalidad y precisión del Norte, de las que todavía quedaban trazas en una persona como Ernst, me estaban fallando, ya que pasaban más de cuarenta minutos desde la hora acordada para nuestro encuentro en “Can Xena” y Ernst Lang aún no se había presentado.
Mi extrañeza por el retraso de Ernst, me trajo a la memoria otras actitudes sorprendentes de aquel hombre. Así, mientras le daba vueltas al azúcar del segundo café, mi mente comenzó a girar alrededor de mis recuerdos sobre aquel peculiar personaje.

* * *

Vi a Ernst Lang por primera vez hace unos tres años, cuando mi crónica necesidad de dinero por la escasa venta de mis cuadros me llevó al bufete de tía Mercedes, quien precisaba a su vez un auxiliar de confianza.
El señor Lang había pedido una cita y a las seis en punto llamaba al timbre.
Aquel pedazo de hombre con sus casi dos metros de altura y más de ciento veinte kilos de peso, se movía con gran agilidad en sus sesenta y cinco años. Igual vivacidad tenían sus gestos y sus ojos, que pasaban de un objeto a otro sin posarse en ninguno, rehuyendo un tanto la mirada frontal.
En cuatro zancadas y con una cortés inclinación de cabeza, se introdujo en el despacho de tía Mercedes.
Yo no tenía gran cosa que hacer, por lo que me dispuse a dedicarme al archivo y, de pasada, a la escucha de lo que pudiera llegarme, ya que el pastón que pagó mi tía para insonorizar las paredes, devino casi inútil por la escasa habilidad del carpintero al construir y ajustar la puerta.
Las inaudibles preguntas de mi tía y mis obligadas idas y venidas de los archivos dificultaban seguir el hilo del asunto. Lo único que oí, en un discurso que duró una hora larga, fue la voz de Ernst Lang, tan contundente como su figura. Pude hacerme con algunas de sus frases.
—...es lo del juzgado; la cantidad es correcta según los extractos...
—. . .
—Sí, sí, las cifras son correctas; las comunicaciones son muy caras en España...
—. . .
—Verá... uno intenta rehacer su vida y hay que andar con los tiempos, pero esto se acabó. Tenía que pararlo.
—. . .
—Siempre cumplo mis compromisos, soy un hombre de palabra...
—. . .
—El piso es mío. Tenía una casa en Frankfurt y la vendí... con la mitad y lo pagué al contado. No tengo otra vivienda.
—. . .
—Bueno, sí, de otro banco... una carta por burofax, pero menos, aquí menos; sólo unos 30.000 euros.
—. . .
—Sólo con mi pensión no puedo... hay unos fondos pero no ha llegado el vencimiento... de momento... con otros bancos. Tengo otras tarjetas.
—. . .
—¿Todo esto? bueno, lo más pronto el martes; antes no puedo. Ya se lo traeré.

* * *

Acabada la entrevista, ella le despidió en su puerta y Ernst Lang se me acercó para pagar el importe de la consulta.
Sacó del bolsillo del pantalón una abultada cartera que desplegó sobre el mostrador. ¡Menudo tríptico de plástico! ¡Qué explosión de color! Había unas treinta tarjetas.
Ernst Lang, con movimientos rápidos, pasaba los dedos de una tarjeta a otra, deteniéndose un fugaz instante sobre algunas de ellas hasta que extrajo la que me extendió y que fue rechazada por el terminal.
Parecía que nos había alcanzado una mala racha, porque era la tercera cuenta que abría en negativo aquella semana.
—No me la acepta, señor Lang... lo siento —dije devolviéndole la tarjeta con mi mejor sonrisa.
No sé si fue porque notó mi aire socarrón o si fue porque le divertía muy poco el asunto, pero los escurridizos ojos azules del alemán tomaron el color y la fuerza del acero. Me clavó las pupilas, frunció el ceño y apretó los labios. Inclinó el cuerpo y bajó la cabeza a la altura de la mía mientras su tez clara se teñía de grana. Conforme él se expandía, yo me encogía y tragaba saliva.
—El martes por la tarde, a las cinco cuarenta y cinco, volveré para pagar la visita —dijo—. Buenas tardes.
Y salió cerrando por sí mismo la puerta con notable energía.
Tía Mercedes se acercó a mi mesa con lentitud, mientras ojeaba un puñado de papeles que después resultaron ser contratos y extractos bancarios.
—Vendrá el martes a pagar la consulta —dije—. Creo que tiene poco dinero —aventuré a comentar.
—Poco dinero y muchos problemas —musitó ella, sin apartar los ojos de aquellos documentos.
«¡Mal negocio, doña Mercedes!», pensé.

* * *

Mi tía se encaminó de nuevo a su despacho y cerró con suavidad la puerta. Yo abrí la ficha, preparé la carpeta y la hamaca de archivo para el nuevo expediente y tras una discreta ojeada al reloj me dispuse a echar el cierre en cuanto a mi jornada. Además era viernes y mis neuronas pedían a gritos actividades más estimulantes.
Como de costumbre, al llegar aquella hora, tía Mercedes inició el ritual diario en la sala general: activó el contestador, apagó la mitad de las luces y tras dirigirme media sonrisa y un lacónico «¡Hasta el lunes!» se dirigió de nuevo, en forma pausada, hacia su despacho donde, seguramente a falta de algo mejor que hacer, se quedaría, como era habitual en ella, hasta las nueve de la noche.
Fuese el fin de semana, fuese el mismísimo mes de agosto lo que tuviera por delante, tía Mercedes no alteraba ni su ritmo ni su costumbre. Alcanzada la edad madura, los rasgos de su carácter se habían acentuado. Seria, metódica, reservada y serena, toda ella emanaba sobriedad y fortaleza pese a su apariencia física insignificante. Su única belleza eran unos grandes ojos negros, inmensos y profundos, que no habían perdido ni pizca de magnetismo aún detrás de aquellas espantosas gafas de carey.
Cerré la puerta tras de mí y cogí el ascensor. En los escasos instantes que duró el descenso, practiqué el saludable deporte de la desconexión total y al pisar la acera me habría liberado por completo de no haber sido porque al pasar junto al Banco de Santander, tras el cristal, vi a Ernst Lang.
Estaba allí dentro peleándose con el cajero automático. Tecleaba como un poseso. Dio un puñetazo sobre el lateral del cajero. Se abalanzó para mirar de hito en hito la pantalla mientras sus dos manos se apoyaban con fuerza en los costados de la impertérrita máquina. Era un cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento de bisontes. Retiró la tarjeta de la ranura e introdujo otra. Sus dedos pulsaban con tal fuerza las teclas que parecían querer taladrarlas.
Preferí desaparecer de su radio de acción. Crucé la calle y cambié el rumbo, perdiéndome entre la multitud de paraguas que guarecían a los transeúntes de la inclemente lluvia otoñal que estaba cayendo y que parecía querer arruinar mi vieja chaqueta de pana y mis zapatos de ante.

* * *

El martes siguiente, al abrir la agenda de visitas, regresó a mi memoria el episodio del señor Lang al ver anotado su nombre entre las citas previstas para la tarde.
El reloj de pared de la sala señalaba ya la hora acordada: las cinco cuarenta y cinco. Ernst Lang aún no había llegado. Quince minutos más tarde oí pararse el ascensor y tras unos segundos sonó el timbre. «¡Ya está aquí!», me dije, y abrí la puerta ensayando mi más simpática sonrisa.
No era Ernst Lang. Era un casco detrás de un centro de rosas, bueno, era un mensajero que, tras el plástico rígido que cubría su cabeza, farfulló el nombre de mi tía. Le franqueé el paso. En una mano la maceta, en la otra un abultado sobre grande y en la espalda una mochila. ¡Jesús, que cuadro! Firmé el albarán del talonario que me tendió aquel nuevo Strogoff y que sus manos torpes, cubiertas de gruesos guantes, devolvieron a su mochila mientras bajaba a escape por la escalera.
Cuando ya había asido el tiesto y el sobre para llevarlo a tía Mercedes, ésta salía de su despacho.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¡Flores! —dije.
—Ya veo... —respondió, sin mover ni una pestaña.
—¡Y papeles! —añadí.
—Trae —ordenó mi tía al tiempo que tomaba el sobre, ignorando el guiño con el que me atreví a acompañar mi sonrisa.
—No llevan tarjeta... —dije, mientras remiraba entre los tallos.
Tía Mercedes abrió el sobre y extrajo un pliego de documentos encabezados por un sobre blanco, más pequeño, que estaba unido con un clip al primer grupo de papeles. Rasgó el pequeño sobre con cuidado; sacó unos billetes doblados en dos y un tarjetón de cartulina color crema. Me alargó el dinero mientras leía las palabras escritas en aquella nota.
—Es del señor Lang —dijo.
—¡No viene! —apunté.
—Llámale y cuando lo tengas en línea me avisas —indicó mi tía, sin más comentarios.
Debo añadir en este punto que siempre me ha producido cierta incomodidad ese modo de ser, esa lejanía, esa ausencia de vibración emocional de tía Mercedes.
—Las flores, ¿dónde? —pregunté.
—En la entrada o en el mostrador, por favor —contestó, mientras se encerraba de nuevo en su despacho.
Los demás clientes fueron llegando a su hora. Entre visita y visita, llamé repetidamente a casa de Ernst Lang y no le encontré. Salía el contestador con un mensaje en la friolera de cuatro idiomas: alemán, español y dos más que no pude identificar.
Tras la marcha del último cliente lo intenté una vez más, con el mismo resultado. Esperé veinte minutos antes de ir a interrumpir la tranquila soledad de mi tía.
A las ocho en punto me decidí y llamé a su despacho al tiempo que abría la puerta. Los papeles estaban desparramados sobre su mesa y ella ensimismada. Sus gafas de carey balanceándose entre los dedos de su mano izquierda; en la derecha, un bolígrafo. Torció el gesto.
—¡Ah! Sí, vete, gracias... hasta mañana.
—En casa del señor Lang no hay nadie —dije.
—Ya... déjalo. Mañana volveremos a intentarlo —respon­dió. Mañana pide hora a la consulta de Gemma; di que quiero ir a hablar con ella porque posiblemente tendrá que intervenir en un asunto —añadió.
Al irme eché un vistazo al colosal centro de rosas.
Un sujeto que cuatro días antes no tenía ni para pagar la consulta, que la había plantado, pero que le mandaba los papeles acompañados de un ramo de categoría... así, de buenas a primeras ¡Menudo veterano!
Ignoraba yo por aquel entonces que tendríamos Ernst Lang en dosis masivas y para una buena temporada.

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