viernes, 23 de abril de 2010
SANT JORDI 2010
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domingo, 18 de abril de 2010
Albert Rivera, con los autores catalanes que escriben en castellano (y con los que lo hacen en catalán, por supuesto).
He aquí la reseña del acto de C's, ayer sábado en el Centre Cultural Santa Eulalia, dentro de su campaña "Catalunya som tots/Cataluña somos todos" al que fuimos invitados, yo, y mi "Mal negocio".
Se me dispensó el honor de compartir tribuna con Albert Rivera y tuve el placer de reencontrar a mis amigos de L'Hospitalet.
Junto a Albert Rivera, la encantadora Noemí sosteniendo, satisfecha, un ejemplar.
Aparte de las fotos, os dejo el enlace para los que quieran leer el artículo y la entrevista.
http://hospitalet.llobregat.ciudadanos-cs.org/
Podeis ver el video en YOU TUBE.
A propósito:
LIBRERIA CENTRAL, sede de El Raval:
El letrero no tiene desperdicio. Miradlo aquí
http://ciutadans-bcn.org/
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sábado, 2 de mayo de 2009
II Certamen de Relato Corto "Villa de Mascaraque", Toledo
El sábado 25 de abril se entregaron los premios de relato
corto en la segunda edición del certamen organizado por
el Ayuntamiento de Mascaraque y la Asociación Cultural
Raíces de Mascaraque.
Tengo la satisfacción de comunicaros
que mi relato "Un par imposible" quedó finalista de entre los 250 y tantos trabajos presentados.
Allí estuve para recoger el galardón, conocer a los
mascaraqueños y disfrutar junto a los compañeros de
escritura, autoridades y familias asistentes, de una tertulia
amable y de un excelente aperitivo.
Mascaraque, a 20 y pocos km de Toledo, pertenece a la región de los Montes de Toledo y está ubicada en la denominada Ruta del Quijote.
Arrebatan, a todo escritor, creo, estas tierras manchegas que Cervantes dio a conocer al mundo.
Pareciera que, de un momento a otro, las siluetas del caballero y su escudero se dibujaran a lo lejos y el viento trajera pedazos de su conversación.
Agradezco desde aquí, a todas y a cada una de las personas a quienes tuve el placer de conocer en Mascaraque, su cálida acogida y su simpatía. Fui con ilusión a pisar por primera vez aquellas tierras... y ahora sé que la nostalgia y mi inevitable romanticismo me harán regresar a La Mancha ¡Hasta la vista!
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miércoles, 29 de abril de 2009
Sant Jordi en Llinars del Vallés
Os dejo algunas
imágenes.
Aspecto general y
detalles de la
parada que
preparó la
LLIBRERIA PEQUE
en la Plaça de
Santa Maria.
Y aquí abajo teneis la foto de grupo. Vamos con las presentaciones:
Marta Pérez Sierra (escritora), Excmo. Sr. Martí Pujol (Alcalde de Llinars del Vallés, que tuvo la gentileza de venir a saludarnos), Juan Antonio Jerez (escritor), Patricia (propietaria, junto con su esposo, de Llibreria Peque), y Chiqui Martí, bien conocida de todos nosotros ¿a que sí?
Amantes de la poesía: se impone una visita a la web de la autora Marta Pérez Sierra; podréis disfrutar de hermosos poemas y bellos pensamientos. Esta mujer vibra. Os gustará.
Juan Antonio Jerez es un escritor cuya novela "Boris II" se encuadra en el género negro, del que es un ferviente enamorado. Cuando tenga el link, lo añadiré.
A mí, ya me conocéis...
He aquí una tríada para todos los gustos.
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jueves, 23 de abril de 2009
Ayer 22 por la noche, en els Lluïsos
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sábado, 18 de abril de 2009
SANT JORDI 2009
El 23 de abril, de 6 a 9 de la tarde, podréis encontrarme firmando ejemplares de MAL NEGOCIO en la Librería EL PEQUE, ubicada en Plaça Santa María 21, de LLINARS, en el Vallés Oriental, que dista apenas 4 km de mi casa ¿Conocéis Llinars? Entre otras cosas tales como bosques i bolets, ermitas y bellas vistas sobre el macizo del Montseny y la cordillera pre-litoral, tiene una magnífica biblioteca y ¡cómo no! un drac.
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sábado, 11 de abril de 2009
Hoy nos dejó Corín Tellado
“Sólo me considero un ser humano que escribe historias”
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miércoles, 1 de abril de 2009
EN COMISARÍA.
—¿Tiene antecedentes? —pregunto al instructor mientras hasta nosotros llega el tintineo de llaves abriendo el calabozo.
—Sí, de antiguo; y el último es también un robo —contesta.
Pelo oscuro, casi negro, ondulado y revuelto. Manos trabajadas, huérfanas, como la ropa, de un buen trato y un mejor enjabonado. Parece llevar prendas de otro, de lo holgado del sueter y del tejano. Saluda con humildad a los presentes. Se lanza a hablar, atropelladamente, pero con voz baja y clara. Mirada frontal, ávida y suplicante de unos ojos oscuros y nerviosos. Está asustado.
—No fui yo. Estaba allí y de repente, uno que vino rompió el cristal ¿sabe usted? Y cogió algo del coche y salió corriendo… y resulta que salió del coche uno que estaba sentado atrás, y me dio a mí con un palo ¿ve usted? Aquí —señala con el dedo un corte cubierto de sangre seca— aquí me dio… y me asusté y eché a correr también, pero yo no fui, pero no pude correr mucho y todos detrás ¿sabe usted? Porque yo, no pude correr mucho, porque tengo cáncer ¿sabe usted? ¿la medicación? ¿han traído ya mi medicación? Es que estoy en tratamiento… he perdido veinte kilos ¿sabe usted? Tengo cuarenta y tres años; he sido empresario, me iban bien las cosas, tenía trabajadores… ganaba dinero, estaba casado ¿sabe usted? Mi mujer me dejó y ahora vivo con mi madre ¿ha traído mi madre la medicación? Soy pintor, si usted supiera… pero era joven, ganaba dinero, me volví loco y aquel mal paso, lo perdí todo. Y ahora que estaba recuperado de la droga, porque me salí de la droga ¿sabe usted?...
—¡A ver, Gabriel! ¿Quieres declarar aquí o en el juzgado? —interrumpe el instructor.
—¡Quiero hablar con ella! —exclama señalándome con la mano— Por favor, quiero hablar con ella, señor agente.
—Me curé de la droga y ahora el cáncer. No tengo cura, es de huesos ¿sabe usted? He perdido veinte kilos. Tuve un juicio hace tres meses ¿sabe usted? Y me suspendieron la pena de prisión, estoy con libertad condicional, y yo no he sido, pero me acusan de esto y si me condenan, pues, ingreso ¿sabe usted? ¿verdad que ingreso? No puedo ingresar, tengo cáncer, me queda poco tiempo. Y no me dejan ver a mi hijo, hace meses que no veo a mi hijo, tiene diez años ¿sabe usted?
En el hombre asustado, el temor cede paso a la desolación, al desespero. Rompe a llorar. Saltan las lágrimas. Se seca la cara con las mangas del jersey. Pide perdón.
—Ya le ha visto el médico; está pautado y se le administrará además su medicación, a la hora que le toca. No se preocupe. Nos hemos ocupado —responde el instructor a la pregunta que no salió de mis labios pero sí de mi mirada.
—Y me denunció, por amenazas, pero sí, la amenacé, pero fue porque no me dejaba ver a mi hijo ¿sabe usted? Y me pusieron alejamiento, pero yo no he ido, no señora, ninguna vez, siempre ha ido mi madre a buscar al niño para traerlo a casa y que yo pueda verlo un rato, un poco, sólo para verlo y ¿sabe usted? Echó a mi madre y le dijo que si va a buscar al niño me denunciará, que dirá que yo voy y tengo el alejamiento y volveré a prisión…
Hablamos y, poco a poco, se tranquiliza. Sabe que dormirá en el calabozo de comisaría. Sabe que nos veremos mañana y que será después de que yo haya leído el atestado que él declarará ante el juez.
¿Qué dirá el atestado, cual será el relato de los hechos minuciosamente diligenciados por la policía? Lo ignoro. Hasta mañana no lo sabré. ¿Miente? No lo sé y en este momento poco me importa. Lo que sí sé ahora es que la profesión de abogado se me antoja una herramienta insuficiente para paliar tanto drama. Y echo mano de mis otros recursos, de aquellos de los que a uno no le examinan en la facultad. Este equivalente del “Se le supone” militar, no va inscrito en el carnet profesional, pero sí está grabado en el alma de los abogados del turno de oficio.
domingo, 15 de marzo de 2009
P&P: Primavera y Pensamiento
Un movimiento ha alterado la armonía del entorno.
No es el viento, que está en calma.
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martes, 30 de diciembre de 2008
UN GRUPO DE AMIGOS
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martes, 16 de diciembre de 2008
¡FELICES FIESTAS!
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viernes, 12 de diciembre de 2008
Reconocimiento en Gràcia
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Etiquetas: aula de escritores, autora, Editorial Hijos del Hule, Gràcia, homenaje, literatura, Lluc Berga, Lluïsos, reconocimiento
Sant Jordi 2007
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Etiquetas: Calella, Can Mayol, librería, mal negocio, Oktoberfest, Sant Jordi
martes, 2 de diciembre de 2008
- I -
Un primero de agosto.
Inés abrió sus ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban por las rendijas y el bajo de la persiana que caía vertical, anudada a pocos centímetros del alféizar. Antonio dormía plácidamente.
Antes de acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes, consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana, permitiendo que la humedad pegajosa de aquella noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la capacidad de análisis perdida y para ello tenía que anclarse con firmeza en el mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera cálida y densa que envolvía Girona rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire frío y aséptico proporcionado por el climatizador.
La fatal noticia recibida la tarde anterior, la había precipitado a un mundo abismal donde imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de frío, angustia y vómitos, había quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es un maldito rompecabezas», pensó. Y aquel episodio, para ella, andaba falto de piezas, de pedazos no concretizados y ocultos en las sombras, desde las que desprendían el halo siniestro que había tomado forma en aquellas imágenes fantasmagóricas de la noche.
Se volvió hacia Antonio; él seguía durmiendo. Quiso hacer partícipe a su marido de aquel terrible pensamiento, pero de repente una fuerza interna la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera, nunca habían estado de acuerdo.
El hueco de la ventana de la habitación se abría sobre el Onyar. Tendida, con la espalda pegada a la sábana que cubría el colchón, llegaba hasta ella el rumor del río que discurría manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
La opresión interna que la atenazaba la obligó a un suspiro profundo. Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad tras aquella noche en la que vigilias y cortos períodos de sueño interrumpido por despertares súbitos y llanto, se habían ido alternando hasta dejarla exhausta. Ahora su sensación de cansancio era infinita.
Sólo en la voluntad halló fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba permanecer desnuda a plena luz. Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana y apartó un poco la persiana. Era temprano todavía para que los primeros rayos de sol entraran oblicuos hasta tropezar con la pared en la que se apoyaba el cabezal de la cama. Deshizo el nudo y soltó la cuerda. Giró sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en penumbra presidido por el ropero.
Detuvo la mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la ventana, se mecía al rítmico compás de su respiración profunda. Ella le observó con curiosidad distante. Resiguió con la mirada cada una de las partes del cuerpo del hombre. La cabeza, cuya cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria, imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás. Quedaban lejos los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio, aquella compostura y aquel control estético que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la trágica noticia, escapaba a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
Habían ido a pasar el sábado a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos maternos, aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña la edad adolescente.
Aquella tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Girona.
El cruce de opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón, cuando se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés? —inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto sentido la puso en ligera alerta. La parquedad de su respuesta, el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre? —dijo ella.
—Marcel me ha llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés —respondió Carlos.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
—Un accidente —respondió su interlocutor.
Las piernas de Inés acusaron un ligero temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer momento la respiración de Inés se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha pasado?
—Una caída espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos. —No sé cómo ha ocurrido; ha sido muy grave —dijo a continuación.
La mente de Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a exteriorizarla. Carlos rompió aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás ahí? —preguntó él.
—Sí… —dijo ella en un murmullo.
—Ha muerto —dijo él, con gravedad.
Como agudos martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés: Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella? —preguntó a su interlocutor.
—Sí —contestó el hombre.
De nuevo se hizo el silencio entre los dos. Los pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios! —exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me he quedado de una pieza —respondió Carlos.
Inés sostenía con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo luego —dijo, con un hilo de voz.
Y ella cortó la comunicación.
Inés tenía la boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua del grifo. Lo apuró con ansia dejando que el agua recalentada por el impacto del sol sobre la tubería resbalara hasta su estómago, sin importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban su camiseta. Dejó el vaso sobre la encimera. Sintió náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su rostro reflejada en el espejo. Abrió el grifo del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella. Salió del baño y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de atrás.
Antonio estaba tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de abdominales.
Inés, en su fuero interno, hacía años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus de la fertilidad.
—¡Deja eso, por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido, Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una complicación, pasarles eso fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no contestó. Se preguntaba cual era la razón por la que su mujer y él hacía semanas que no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella ignoraba que hacía tiempo que su marido estaba cansado de que ambos compartieran tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos, el gran amigo de ellos.
Para Antonio, Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la vida disipada para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se decía a veces. No comprendía la razón de que los discursos seudo-filosóficos de Carlos salpicados de un humor para él incomprensible provocaran en Inés y en las otras dos mujeres tanta fascinación.
Antonio, hombre de acción y de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos. Se le antojaba que aquel hombre exhibía sus falsos encantos como el mismo diablo.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida, enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que sentían.
El recuerdo de la difunta desplazó a Antonio de su mente. Se dijo a sí misma que la desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más infortunios, en la que había apostado a fondo por construir a su alrededor una vida plena y había puesto en ello tanto tesón, tanta voluntad, tanto empeño, tanto esfuerzo y sobre todo tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No», pensó por sus adentros. Ella no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él, Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar el asunto en la embajada española —respondió Carlos.
Acordaron encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el aterrizaje.
Antonio salió del baño. Ella le propuso regresar a Girona de inmediato. Los padres de Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella explicó a su madre, en forma breve, lo acontecido. Su madre la retuvo unos instantes y le preparó un cesto con verduras recogidas del huerto aquella misma mañana. Inés y Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las hortalizas encima de la barra de los desayunos. Antonio, entrando tras ella, le preguntó qué había para cenar. Por toda respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés extendió su brazo y le señaló el frigorífico. Estaba agotada.
2
Durante el tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía durmiendo.
El frescor del mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a ras de suelo hasta localizar sus zapatillas.
Pasó por el baño y tras una ducha rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro. «Tenemos que marcharnos pronto. Date prisa», le dijo ella.
Una hora más tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad. Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio entre ellos durante casi todo el viaje.
Al llegar a El Prat, dejaron el coche en el aparcamiento y se dirigieron al punto de encuentro donde habían quedado con Carlos. Éste ya estaba allí, esperando. Inés le vio al momento.
Carlos no pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello, grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el lóbulo de su oreja izquierda. Vestía sus cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada de complementos y arreglo personal a la última moda. Nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado, pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de trabajo estable; tenía mucho tiempo libre y a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En cualquier caso, todos los signos externos indicaban que disfrutaba de un notable desahogo económico.
—Creí que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a continuación la mano a Antonio.
—Había bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No he tomado nada desde ayer —comentó Carlos, dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos metros.
—¡Vamos! —dijo Inés.
Carlos y Antonio la siguieron.
El avión estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló. Cinco minutos después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella. Aguardaron, de pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé como estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos —contestó Inés.
Unos minutos más tarde, la puerta frente a la que se hallaban los tres, se abrió. El sol intenso del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel. Permaneció allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos estaban.
El recién llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca, el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su aparente sencillez.
Tras unos segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia aquellas tres personas que le miraban expectantes. «Como un gran felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo Antonio al tiempo que daba dos pasos hacia aquél.
—Gracias… —contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos, mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé que decir, Marcel, estoy… estoy trastornada —dijo Inés, cuando de puntillas intentó alcanzar el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso de ella.
En la mente de Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo de su voluntad.
A continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante. Los tres pares de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella pregunta aún no formulada.
—Ha regresado en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado sereno», se dijo Inés, mientras sentía que la inquietud que la había devorado la noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía observar ahora al viajero desde la distancia, pero ella no y ahora tenía la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido gratuitas. Percibía algo tenebroso en aquel lúgubre asunto, de la misma manera que advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo estás? —preguntó Inés.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, diría que razonablemente bien —contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de su mano izquierda.
Unos segundos más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito, también cuando flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.
3
Escasos eran los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del inesperado evento. Era un dos de agosto y el tradicional éxodo estival ya había tenido lugar. Apenas una docena de personas asistieron al entierro.
© Rosa María Torrent Puig
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lunes, 25 de febrero de 2008
ENTREVISTA
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sábado, 23 de febrero de 2008
NAVIDAD 2007
Carta de Petronio a Nerón
Trascripción a partir de la película
“QUO VADIS?”
basada en la obra del mismo título, escrita por
Henryk Sienkiewicz
“A Nerón, Emperador de Roma:
Sé que mi muerte será para ti una desilusión, ya que desearías hacerme ese favor tú mismo. Nacer bajo tu reinado es una equivocación, pero morir en él es una alegría.
Puedo perdonarte por haber asesinado a tu esposa y a tu madre, por incendiar nuestra amada Roma, por ensuciar nuestro diáfano país con la hediondez de tus crímenes... pero hay una cosa que no puedo perdonarte: el fastidio de tener que escuchar tus versos, tus ramplones cantos, tus mediocres interpretaciones.
Redúcete a tus dones especiales, Nerón: crimen e incendio, traición y terror.
Mutila tus súbditos si éste es tu gusto, pero con mi último aliento te ruego que no mutiles las artes.
Me despido de ti, pero no compongas más música.
Martiriza tu pueblo, pero nunca lo aburras como has aburrido, mortalmente, a tu amigo, el difunto
Cayo Petronio”
Que las musas nos asistan para que jamás seamos acreedores de una misiva como ésta... por lo que se refiere al arte de la escritura. AMEN.
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jueves, 8 de noviembre de 2007
BOHEMIA CAFE
José Ignacio (de espaldas) exponiendo, con la riqueza expresiva y la precisión que le caracteriza, su análisis -certero, vale decir-.
José Ignacio García Martín es autor de "Bolero envenenado", la última novela publicada por Hijos del Hule.
La tarea fotográfica corrió a cargo de la dama con el sueter azul, Amalia Datzira, escritora y estimada amiga, que trajo su digital. Una servidora aún anda con una Nikon compacta, último modelo, de... 1995.
Nota: Amalia Datzira es autora de "El fill de l'explorador", L'aventura d'una mare soltera als anys setanta
(Llibres de l'Índex, Ediciones de la Tempestad, S.L., Barcelona)
Rosa Mari y David. Aquí mi amiga poetisa, me "bombardeaba" con preguntas acerca de los rasgos de "mis" personajes. Espero que su curiosidad haya quedado satisfecha... por ahora (porque a la sensibilidad de Rosa Mari no se le escapan los detalles, precisamente).
Viendo ahora la fotografía de la derecha, tengo la sensación de haberos abrumado con tantos "papeles". Si fue así, os pido disculpas.
Isabel, Teresa y Carmen, siguiendo con gran atención mis siempre prolijas explicaciones. Gracias...
Hallaréis muestras del trabajo literario de Teresa Esmatges y de Carmen Castañer en el libro de relatos
"Qué me estás contando", Editorial Hijos del Hule, Barcelona. También en esta misma Antología, relatos de Gemma Solsona y de Tebu Guerra (en primer término, de espaldas, en la foto que cierra esta serie).Agradezco a todos y a cada uno vuestra presencia y vuestra participación. Sin ello, la charla, sencillamente ¡no habría sido posible!
En nombre de todos los asistentes, agradecer a Tomás, del Bohemia Café, su discreta profesionalidad trayendo y llevando copas, botellas e infusiones, deslizándose entre las mesas con la eficiencia sigilosa de un gato ¡Gracias Tomás!
A los que aprovecharon la circunstancia para llevarse un ejemplar de "Mal negocio" -y posteriormente leerlo-, un saludo afectuoso con el deseo de que les haya resultado ameno.
Por supuesto que vuestros comentarios sobre la novela serán siempre bienvenidos.
¡Hasta pronto!... espero.
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Etiquetas: charla, coloquio, lectura, mal negocio, tertulia
martes, 6 de noviembre de 2007
Fragmento
(fragmento)
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Etiquetas: mal negocio
PRESENTACIÓN DE LA NOVELA "MAL NEGOCIO" (El Corte Inglés)
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Etiquetas: agenda, mal negocio
Rosa-Maria Torrent Puig
LA AUTORA:
ROSA-MARIA TORRENT PUIG nace en Barcelona en 1948. Realiza estudios de Comercio e idiomas; con posterioridad cursa Bachillerato y se licencia en Derecho, ejerciendo en la actualidad como abogado independiente.
Interesada por las personas: por las vivencias, experiencias y conflictos más cotidianos del ser humano, curiosa e inquieta y adicta a la lectura desde la primera infancia, le seduce escuchar y contar historias. Se matricula en Aula de Escritores y descubre el placer de escribirlas; se pone a ello, habitualmente, a las cinco de la mañana.
Su novela “MAL NEGOCIO”, editada por Hijos del Hule (Barcelona), es presentada por Lluc Berga (Editor), Carmen Salas (Periodista) y Ana Mª Albace (Psicóloga) en El Corte Inglés de Av. Portal de l’Angel, Barcelona, en Noviembre 2006.
Entrevistada en d9 Radio, 100.4 FM, programa: “Tapas con letras”, el 20 de febrero; en Radio Kanal Barcelona, 106.9 FM, programa: “Dones, amb majúsculas” el 19 de marzo y en Radio Vilamajor, 98.0 FM, programa: “Especial Sant Jordi” el 21 de abril de 2007.
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Etiquetas: mal negocio, Rosa Torrent
CHARLA-TERTULIA SOBRE MAL NEGOCIO
CHARLA—TERTULIA SOBRE LA NOVELA
MAL NEGOCIO,
de Rosa-María Torrent Puig
Jueves 8 de Noviembre del 2007 a las 19:30 h.
en Bohemia Café, C/ Diputación 174. Barcelona
Estáis todos invitados!!!!
Presentación de MAL NEGOCIO, novela de Rosa-Maria Torrent
Texto de Ana Mª Albacete (Psicóloga)
Cuando tenemos un libro en nuestras manos damos inicio a un juego de trueque: yo te doy, tú me das. Nosotros, tiempo. La lectura, distracción, enseñanzas, sentimientos. Las palabras mueven cualquier fuerza posible para incitarnos a entrar y recorrer con ellas todas las páginas. “MAL NEGOCIO”, la novela corta de Rosa-Maria Torrent, nos provoca ese primer paso. Con un título tan sugerente nos propone una versión de la existencia de una adicción que conlleva mentiras, ausencias, viajes, impagos. Mal negocio...
Para nuestro protagonista, la vida en el bufete de tía Mercedes discurría con tranquilidad y sin sobresaltos. Pero la llegada del enigmático caballero alemán, Ernst Lang, y el misterio que envuelve la relación que mantiene con su tía, provoca en el joven un interés especial y una insaciable curiosidad que lo arrastra a una realidad desoladora, en la que descubre el lado más humano y frágil de su tía. Mal negocio...
En esta novela, Rosa-Maria Torrent nos habla de relaciones interpersonales que semejan a una “Matrioshka”. Esta muñeca rusa, la “Matrioshka”, se va cubriendo de nuevas capas, de nuevas muñecas. A través de un personaje físicamente corpulento, descubrimos qué queda al ir quitando todas las capas de relaciones y vidas de las que se ha ido nutriendo. Abrimos una, abrimos otra, y otra, y otra, y otra, y llegamos al fondo; donde encontramos a un hombre empequeñecido y desalimentado a consecuencia de una adicción que trastorna su comportamiento. Cuando alguien tan grande es a la vez tan pequeño. Mal negocio...
Desde aquí os invito a todos a que entréis en el gabinete de tía Mercedes y conozcáis al señor Lang, y descubráis si tiene razón o no nuestro protagonista cada vez que le augura a su tía, un MAL NEGOCIO.
Aula de Escritores-Editorial Hijos del Hule
Dirección: c/ Sant Lluís nº 6, bajos - 08012 Barcelona
(Estamos en el barrio de Gràcia, muy cerca de los cines Verdi Park)
Teléfonos de contacto: 932102568 / 677727998
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E-mail: info@auladeescritores.com
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Etiquetas: agenda, charla, mal negocio, tertulia
PRIMER CAPITULO DE MAL NEGOCIO
- I -
La “Oktoberfest” de Calella estaba a punto de comenzar y los preparativos se ultimaban dentro de la enorme carpa.
Las banderas que presidían puestos y casetas identificando las distintas regiones cerveceras, al igual que los vestidos tradicionales de las damas que iban y venían con un revuelo de faldas, contrastaban con el gris plata que el cielo otoñal prestaba al mar aquella tarde.
El fragor de las olas rompiendo a lo largo de la solitaria playa, semejante al profundo lamento de un coloso, llegaba nítido a la carpa desde donde el entrechocar de barriles y el crujir de las maderas al ser fijadas a martillazos, parecían querer acallarlo.
Aquella tenía que ser una gran noche para la comunidad de alemanes allí residente que, gozosa en su jubilación, se disponía a mitigar la añoranza consumiendo cerveza, patatas y salchichas como mandaba la tradición germana.
A mí no se me había perdido nada en Calella, pero como podía acarrearme perjuicio zafarme de las órdenes sutilmente sugeridas por mi tía Mercedes, acepté en su nombre la invitación que le había hecho Ernst Lang, viejo cliente del despacho. Aún siendo yo su único sobrino, en modo alguno me interesaba granjearme su descontento.
Los cincuenta y cinco kilómetros que separan Barcelona de Calella habían sido un puro paseo. Relajado, tras una conducción tranquila, había llegado a la hora prevista, ya que en el mes de octubre y por la tarde no son tantos ni tan descomunales los atascos de tráfico que se forman en la carretera de la costa.
La formalidad y precisión del Norte, de las que todavía quedaban trazas en una persona como Ernst, me estaban fallando, ya que pasaban más de cuarenta minutos desde la hora acordada para nuestro encuentro en “Can Xena” y Ernst Lang aún no se había presentado.
Mi extrañeza por el retraso de Ernst, me trajo a la memoria otras actitudes sorprendentes de aquel hombre. Así, mientras le daba vueltas al azúcar del segundo café, mi mente comenzó a girar alrededor de mis recuerdos sobre aquel peculiar personaje.
* * *
Vi a Ernst Lang por primera vez hace unos tres años, cuando mi crónica necesidad de dinero por la escasa venta de mis cuadros me llevó al bufete de tía Mercedes, quien precisaba a su vez un auxiliar de confianza.
El señor Lang había pedido una cita y a las seis en punto llamaba al timbre.
Aquel pedazo de hombre con sus casi dos metros de altura y más de ciento veinte kilos de peso, se movía con gran agilidad en sus sesenta y cinco años. Igual vivacidad tenían sus gestos y sus ojos, que pasaban de un objeto a otro sin posarse en ninguno, rehuyendo un tanto la mirada frontal.
En cuatro zancadas y con una cortés inclinación de cabeza, se introdujo en el despacho de tía Mercedes.
Yo no tenía gran cosa que hacer, por lo que me dispuse a dedicarme al archivo y, de pasada, a la escucha de lo que pudiera llegarme, ya que el pastón que pagó mi tía para insonorizar las paredes, devino casi inútil por la escasa habilidad del carpintero al construir y ajustar la puerta.
Las inaudibles preguntas de mi tía y mis obligadas idas y venidas de los archivos dificultaban seguir el hilo del asunto. Lo único que oí, en un discurso que duró una hora larga, fue la voz de Ernst Lang, tan contundente como su figura. Pude hacerme con algunas de sus frases.
—...es lo del juzgado; la cantidad es correcta según los extractos...
—. . .
—Sí, sí, las cifras son correctas; las comunicaciones son muy caras en España...
—. . .
—Verá... uno intenta rehacer su vida y hay que andar con los tiempos, pero esto se acabó. Tenía que pararlo.
—. . .
—Siempre cumplo mis compromisos, soy un hombre de palabra...
—. . .
—El piso es mío. Tenía una casa en Frankfurt y la vendí... con la mitad y lo pagué al contado. No tengo otra vivienda.
—. . .
—Bueno, sí, de otro banco... una carta por burofax, pero menos, aquí menos; sólo unos 30.000 euros.
—. . .
—Sólo con mi pensión no puedo... hay unos fondos pero no ha llegado el vencimiento... de momento... con otros bancos. Tengo otras tarjetas.
—. . .
—¿Todo esto? bueno, lo más pronto el martes; antes no puedo. Ya se lo traeré.
* * *
Acabada la entrevista, ella le despidió en su puerta y Ernst Lang se me acercó para pagar el importe de la consulta.
Sacó del bolsillo del pantalón una abultada cartera que desplegó sobre el mostrador. ¡Menudo tríptico de plástico! ¡Qué explosión de color! Había unas treinta tarjetas.
Ernst Lang, con movimientos rápidos, pasaba los dedos de una tarjeta a otra, deteniéndose un fugaz instante sobre algunas de ellas hasta que extrajo la que me extendió y que fue rechazada por el terminal.
Parecía que nos había alcanzado una mala racha, porque era la tercera cuenta que abría en negativo aquella semana.
—No me la acepta, señor Lang... lo siento —dije devolviéndole la tarjeta con mi mejor sonrisa.
No sé si fue porque notó mi aire socarrón o si fue porque le divertía muy poco el asunto, pero los escurridizos ojos azules del alemán tomaron el color y la fuerza del acero. Me clavó las pupilas, frunció el ceño y apretó los labios. Inclinó el cuerpo y bajó la cabeza a la altura de la mía mientras su tez clara se teñía de grana. Conforme él se expandía, yo me encogía y tragaba saliva.
—El martes por la tarde, a las cinco cuarenta y cinco, volveré para pagar la visita —dijo—. Buenas tardes.
Y salió cerrando por sí mismo la puerta con notable energía.
Tía Mercedes se acercó a mi mesa con lentitud, mientras ojeaba un puñado de papeles que después resultaron ser contratos y extractos bancarios.
—Vendrá el martes a pagar la consulta —dije—. Creo que tiene poco dinero —aventuré a comentar.
—Poco dinero y muchos problemas —musitó ella, sin apartar los ojos de aquellos documentos.
«¡Mal negocio, doña Mercedes!», pensé.
* * *
Mi tía se encaminó de nuevo a su despacho y cerró con suavidad la puerta. Yo abrí la ficha, preparé la carpeta y la hamaca de archivo para el nuevo expediente y tras una discreta ojeada al reloj me dispuse a echar el cierre en cuanto a mi jornada. Además era viernes y mis neuronas pedían a gritos actividades más estimulantes.
Como de costumbre, al llegar aquella hora, tía Mercedes inició el ritual diario en la sala general: activó el contestador, apagó la mitad de las luces y tras dirigirme media sonrisa y un lacónico «¡Hasta el lunes!» se dirigió de nuevo, en forma pausada, hacia su despacho donde, seguramente a falta de algo mejor que hacer, se quedaría, como era habitual en ella, hasta las nueve de la noche.
Fuese el fin de semana, fuese el mismísimo mes de agosto lo que tuviera por delante, tía Mercedes no alteraba ni su ritmo ni su costumbre. Alcanzada la edad madura, los rasgos de su carácter se habían acentuado. Seria, metódica, reservada y serena, toda ella emanaba sobriedad y fortaleza pese a su apariencia física insignificante. Su única belleza eran unos grandes ojos negros, inmensos y profundos, que no habían perdido ni pizca de magnetismo aún detrás de aquellas espantosas gafas de carey.
Cerré la puerta tras de mí y cogí el ascensor. En los escasos instantes que duró el descenso, practiqué el saludable deporte de la desconexión total y al pisar la acera me habría liberado por completo de no haber sido porque al pasar junto al Banco de Santander, tras el cristal, vi a Ernst Lang.
Estaba allí dentro peleándose con el cajero automático. Tecleaba como un poseso. Dio un puñetazo sobre el lateral del cajero. Se abalanzó para mirar de hito en hito la pantalla mientras sus dos manos se apoyaban con fuerza en los costados de la impertérrita máquina. Era un cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento de bisontes. Retiró la tarjeta de la ranura e introdujo otra. Sus dedos pulsaban con tal fuerza las teclas que parecían querer taladrarlas.
Preferí desaparecer de su radio de acción. Crucé la calle y cambié el rumbo, perdiéndome entre la multitud de paraguas que guarecían a los transeúntes de la inclemente lluvia otoñal que estaba cayendo y que parecía querer arruinar mi vieja chaqueta de pana y mis zapatos de ante.
* * *
El martes siguiente, al abrir la agenda de visitas, regresó a mi memoria el episodio del señor Lang al ver anotado su nombre entre las citas previstas para la tarde.
El reloj de pared de la sala señalaba ya la hora acordada: las cinco cuarenta y cinco. Ernst Lang aún no había llegado. Quince minutos más tarde oí pararse el ascensor y tras unos segundos sonó el timbre. «¡Ya está aquí!», me dije, y abrí la puerta ensayando mi más simpática sonrisa.
No era Ernst Lang. Era un casco detrás de un centro de rosas, bueno, era un mensajero que, tras el plástico rígido que cubría su cabeza, farfulló el nombre de mi tía. Le franqueé el paso. En una mano la maceta, en la otra un abultado sobre grande y en la espalda una mochila. ¡Jesús, que cuadro! Firmé el albarán del talonario que me tendió aquel nuevo Strogoff y que sus manos torpes, cubiertas de gruesos guantes, devolvieron a su mochila mientras bajaba a escape por la escalera.
Cuando ya había asido el tiesto y el sobre para llevarlo a tía Mercedes, ésta salía de su despacho.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¡Flores! —dije.
—Ya veo... —respondió, sin mover ni una pestaña.
—¡Y papeles! —añadí.
—Trae —ordenó mi tía al tiempo que tomaba el sobre, ignorando el guiño con el que me atreví a acompañar mi sonrisa.
—No llevan tarjeta... —dije, mientras remiraba entre los tallos.
Tía Mercedes abrió el sobre y extrajo un pliego de documentos encabezados por un sobre blanco, más pequeño, que estaba unido con un clip al primer grupo de papeles. Rasgó el pequeño sobre con cuidado; sacó unos billetes doblados en dos y un tarjetón de cartulina color crema. Me alargó el dinero mientras leía las palabras escritas en aquella nota.
—Es del señor Lang —dijo.
—¡No viene! —apunté.
—Llámale y cuando lo tengas en línea me avisas —indicó mi tía, sin más comentarios.
Debo añadir en este punto que siempre me ha producido cierta incomodidad ese modo de ser, esa lejanía, esa ausencia de vibración emocional de tía Mercedes.
—Las flores, ¿dónde? —pregunté.
—En la entrada o en el mostrador, por favor —contestó, mientras se encerraba de nuevo en su despacho.
Los demás clientes fueron llegando a su hora. Entre visita y visita, llamé repetidamente a casa de Ernst Lang y no le encontré. Salía el contestador con un mensaje en la friolera de cuatro idiomas: alemán, español y dos más que no pude identificar.
Tras la marcha del último cliente lo intenté una vez más, con el mismo resultado. Esperé veinte minutos antes de ir a interrumpir la tranquila soledad de mi tía.
A las ocho en punto me decidí y llamé a su despacho al tiempo que abría la puerta. Los papeles estaban desparramados sobre su mesa y ella ensimismada. Sus gafas de carey balanceándose entre los dedos de su mano izquierda; en la derecha, un bolígrafo. Torció el gesto.
—¡Ah! Sí, vete, gracias... hasta mañana.
—En casa del señor Lang no hay nadie —dije.
—Ya... déjalo. Mañana volveremos a intentarlo —respondió. Mañana pide hora a la consulta de Gemma; di que quiero ir a hablar con ella porque posiblemente tendrá que intervenir en un asunto —añadió.
Al irme eché un vistazo al colosal centro de rosas.
Un sujeto que cuatro días antes no tenía ni para pagar la consulta, que la había plantado, pero que le mandaba los papeles acompañados de un ramo de categoría... así, de buenas a primeras ¡Menudo veterano!
Ignoraba yo por aquel entonces que tendríamos Ernst Lang en dosis masivas y para una buena temporada.
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MAL NEGOCIO
Un joven pintor, de espíritu despreocupado y bohemio, perteneciente a una familia de clase media, acepta temporalmente y por motivos de mera supervivencia económica el empleo de asistente en el bufete de su tía, doña Mercedes Jiménez, persona introvertida y de talante conservador.
La irrupción de un nuevo cliente, Ernst Lang, un alemán de edad madura, cargado de deudas y con una problemática un tanto peculiar, alterará hasta un extremo insospechado el ritmo ordenado y metódico del despacho y la vida rutinaria de sus miembros.
Mal negocio retrata, en tono ligeramente festivo, el persistente poder de los rasgos del propio carácter en la construcción del drama de la propia vida.
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